A FAVOR DE LA TAUROMAQUIA

A FAVOR DE LA TAUROMAQUIA

Juan Palette Cazajús

Filósofo y aficionado.

Miembro de la Tertulia Internacional de Ritos y Juegos Táuricos.

 

Por supuesto me congratulé, en su momento por el aparente fracaso, en noviembre 2022, del proyecto de ley que pretendía prohibir definitivamente las corridas de toros en la reducida parte del territorio francés donde siguen sin estarlo. Porque, en este asunto y en lo que concierne al caso francés, tiende a olvidarse lo esencial: las corridas de toros están prohibidas en la mayor parte del territorio y solamente toleradas en una pequeña franja meridional. Lo cual debería incitar a moderar ciertos entusiasmos, particularmente los de aquellos que, últimamente, venían proclamando que «Francia salvará la Fiesta». El fracaso de la dicha Propuesta de Ley no puede considerarse en ningún caso como una «victoria» de los partidarios de las corridas sino como el resultado de un contexto político muy confuso y contradictorio en cuyo detalle no vamos a entrar ahora.

A mí personalmente, el nivel de los argumentos producidos por los partidarios de la corrida,  entre invocación de la «santa» tradición y reivindicaciones localistas o regionalistas, me pareció indigente. De hecho, en esta ocasión, solo pretendieron, el autor del proyecto de ley y sus acólitos, medir el eco de su propuesta y tantear las fuerzas en presencia, a la  espera de próximas y más contundentes ofensivas que no tardarán en producirse. Y la relación de fuerzas pinta muy mal para los defensores de la tauromaquia. Según sondeo realizado en noviembre 2022 por el muy respetado instituto IFOP, el 74 % de los franceses se decía favorable a la prohibición de las corridas de toros, cifra que subía ˗ ¡ojo al dato! ˗ hasta el 89 % entre los menores de treinta y cinco años. No creemos que los resultados actuales pudiesen ser mucho mejores en España. Pero lo más desalentador, repetimos, fue la endeblez de las coartadas, harto incómodas, en ningún caso argumentos sustanciosos, que se opusieron al monotema pétreo invocado por  la ideología filoanimalista, prepotente y antropomorfizadora: nos referimos evidentemente al eterno mantra de la supuesta «crueldad» con los animales.

La «crueldad» es un sentimiento rotundamente ausente del muy rico imaginario compartido por los aficionados a los toros. Lo saben sus enemigos, pero se agarran desesperadamente a la palabra a la manera con que el pintor del viejo chiste polvoriento se agarraba de la brocha cuando su compañero le advertía de que se llevaba la escalera. Chiste casposo, pero también muy didáctico ya que nuestro pintor, colgado de su brocha, encarna perfectamente el ofuscamiento animalista, tan absurdamente colgado de su vano antropomorfismo como, en realidad, totalmente descolgado de la singularidad humana lo mismo que de las muy distintas circunstancias de la etología animal. Empecemos por recordar que la conciencia del tiempo y la de la muerte son una absoluta exclusividad humana. Los desesperados intentos de los primatólogos para identificar algunos indicios de aproximación a dicha conciencia por parte de nuestros «primos» chimpancés, son todo lo que uno quiera menos francamente convincentes. Sabemos que el toro muere, él no.

Empecemos también por no confundir el sufrimiento con el dolor. El primero supone una dimensión privativa de la subjetividad existencial humana y de su exclusiva conciencia de la finitud. Categorías ausentes del muy limitado cerebro del toro de lidia. Por supuesto, no negaremos la realidad de las sensaciones nociceptivas en el toro durante la lidia. Pero pensamos que es una aberración intelectual tratar de medirlas con la vara de las percepciones humanas. Según los últimos hallazgos, el uso culinario del fuego podría remontarse a 800 000 años. Ya existiría entonces una rudimentaria conciencia de la muerte entre nuestros ancestros. En cambio, Bos Taurus y sus propios antepasados llevan, por su parte, muchos millones de años pastando obstinados y monótonos, antes de seguir rumiando con igual pertinacia, al ritmo diario de 10 000 golpes de mandíbula para la primera operación y 40 000 para la segunda. Su tosco cráneo, espeso y  plano, encierra un córtex escasamente estriado y sirve sobre todo para sujetar con firmeza los músculos masticatorios. Entre nosotros, al revés, la reducción de dichos músculos  gracias al uso del fuego, favoreció el desarrollo cerebral y cultural. Basta comparar unos instantes ambos panoramas: el de nuestras respectivas cabezas, el exterior y el interior,  para inferir que nuestra relación con el dolor difícilmente podrá ser la misma.

A pesar de su simplismo mesiánico, no se le ocurrió, ał autor del aludido proyecto de ley, incluir de paso en él la prohibición de la Guerra en Ucrania. Bien sabía que ese tipo de mal, el verdadero mal, de poco sirve tratar de prohibirlo. En su obcecación, no se le ocurrió pensar que si los toros se pueden prohibir es precisamente porque nada tienen que ver con el mal. Hablemos de un tema hoy tan de moda como serio: el de la llamada «violencia de género». Una sola de las últimas víctimas del constante goteo homicida atesoraba mayor potencialidad existencial, en su arrebatada vida, que la totalidad de los toros finados durante una temporada. Pero la cantidad es aquí lo de menos: cualquier definición de la singularidad  humana es inconmensurable con los estrechos confines mentales en que se mueve el toro de lidia.

Recordemos que  constituimos una excepcional anomalía evolutiva, una singular emergencia, separada del resto del mundo viviente por la aparición de dos conciencias exclusivas y complementarias, la de la muerte y la necesaria y concomitante del tiempo. A partir de entonces, la condición humana designará un ser descentrado, carencial: «El hombre es aquello que le falta», resumía Georges Bataille. Siempre nos resultará ingrata la lidia diaria con las contingencias de la vida: «Con un leño tan torcido como aquel que sirvió para hacer el ser humano – escribía Kant – nada puede labrarse que sea del todo recto». La anomalía evolutiva humana no amaneció ni para el Bien, ni para la Felicidad. Otra cosa es que en algún momento de su larga historia se propusiera ambas metas como categorías deseables, pero siempre inalcanzables. De modo que la corrida de toros, tan terriblemente humana, dista mucho de pretender la perfección ética y por supuesto de alcanzarla. Ahora bien, toleramos tranquila y diariamente cosas infinitamente más desastrosas para la dignidad humana.

El problema es que la conciencia, trágica y exclusiva, de su propia finitud, el ser humano, que todo lo mide con referencia a su propio modelo, la extendió al conjunto del mundo viviente: «Con el hombre, la naturaleza abre los ojos y se da cuenta de que existe». Admito ignorar el nombre del responsable de esta frase ejemplar. Desde los Vedas, desde el Pentateuco, el hombre nunca ignoró el problema de la muerte animal. Pero antropomorfizarlo todo es también nuestra debilidad. Significa encerrarse en una percepción del mundo atávica,  perezosa y, a menudo, errónea. El toro no muere en el ruedo puesto que no sabe que muere.

Mucho más irrespetuosos con la vida me parecen los responsables descerebrados de que hayamos llegado a sumar más de ocho mil millones, los humanos actuales. Ni que fuéramos una monstruosa granja industrial. Somos treinta y dos veces más numerosos que en tiempos de Jesucristo. Pronto seremos diez mil millones. Nada hay valioso en el mundo si, como el oro, no escasea. Los únicos que escasean, hoy en día, son los animales llamados «salvajes», casi todos en vías aceleradas de desaparición. En cuanto a los llamados domésticos, solo son incontables e indeterminables productos manufacturados, reproducibles a placer, irrisorios, cosificados. Como ellos, pronto seremos también un producto devaluado, reemplazable, desechable. El ser humano no está hecho para pulular, sino para existir. Ese unanimismo mesiánico que late en el fondo de los fantasmas zoófilos, el de un horizonte, humano y animal, por fin «reconciliado», es una necedad desternillante y una ceguera aterradora, a contracorriente de todas las evoluciones probables y perceptibles.

La condición humana es incierta, inacabada y particularmente frágil. Vemos cómo los niños derriban, de un manotazo, las construcciones que tanto les costó levantar. A su manera, la corrida de toros vela por que la idea, infantil y nihilista, de la equivalencia de las especies no acabe de un manotazo con la fragilidad de la construcción del ser. Éticamente imperfecta, la corrida de toros es sin embargo perfectamente lícita y lo que le falta de pureza ética, lo compensa con su densidad ontológica y existencial. El toro muere y el torero puede morir. Una jerarquía necesaria y esencial. El precio que hay que pagar para que surjan las preguntas lúcidas sobre nuestra presencia en el mundo y se hagan adultas nuestras almas. En las plazas de toros, la realidad de la muerte, el aura de su amenaza, excluyen radicalmente la presencia simultánea del mal.

En México, la espantosa violencia de los cárteles de la droga tiene atemorizada la sociedad, corrompidas las más altas instituciones y socavado un estado más o menos arrodillado ante su siniestro poder. Allí también la tauromaquia padece el acoso de los animalistas. Se acabaron las corridas en la Plaza de Toros Monumental de la ciudad de México. Pero las personas asesinadas, en 2022, rondaban las 31. 000. Por su parte, el 18 de noviembre 2022, la Fiscal General de París declaraba al diario Le Monde que «La infiltración de nuestras sociedades por las redes criminales supera todas las ficciones». Un inminente futuro de pesadilla ya está despuntando en nuestras sociedades. Contemplará unos individuos autistas, unas sociedades anómicas y acobardadas, corrompidas hasta la médula por la degradación de su marco de vida y por el crimen organizado. Eso sí, muy orgullosas de sus generosas legislaciones «animalitarias».

 

 

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