CRÓNICAS DÍA 9

La enigmática sonrisa de Fandiño

Primero, la noticia: la corrida de Victoriano del Río, ganadora el pasado año de todos los premios, fue un petardo. No parece posible que unos toros con tan inmejorables hechuras, deslumbrante trapío y astifinas arboladuras fueran todo un compendio de mansedumbre, y falta de casta, codicia y movilidad. Qué pena más grande de ese sexto toro, con un cuerpo para ponerlo en un marco, acobardado y moribundo. Pero así es, se supone, el misterio del toro. Se salvaron del naufragio los dos primeros, blandos, pero nobles y prestos para el triunfo, pero no redimen al conjunto de un fracaso tan inesperado como glorioso.

Y, ahora, las entretelas: se dirá lo que se diga, pero el peso de Madrid es incuestionable; al menos, en el ánimo de los toreros. Triunfó en San Isidro Sebastián Castella y, desde entonces, está que se come el mundo. No hay más que verle la cara: presume sin pretenderlo de un semblante de campeón. Anda por la plaza con una seguridad apabullante, firme, confiado, como si aquello fuera coser y cantar. Y eso es, —eso se dice, al menos— porque un triunfo en Las Ventas te permite varios meses de tranquilidad. Después, ocurrió que la faena de Castella a su buen primero no tuvo la hondura requerida, pero ahí quedaron los andares seguros de un torero que goza de un momento dulce en su vida profesional.

En el otro rincón del cuadrilátero, Iván Fandiño. No superó con éxito su heroica encerrona del Domingo de Ramos en Madrid, y, desde entonces, anda cabizbajo y con la moral hundida. Y hace ya tres meses de aquella tarde. Pues llega a Pamplona, corta una oreja sanferminera (de poco peso, entiéndase), y se le cambia la cara; se atreve a esbozar una enigmática sonrisa y se le ve feliz, como quien se acaba de despojar de una atadura que le acogotaba el alma. Parece mentira, pero ese es el peso de Madrid.

Dicho lo cual, quede claro que ni Castella ni Fandiño estuvieron a la altura que requerían los dos buenos primeros toros. El torero francés, fácil en todo momento, dio muchos pases a un noble codicioso, pero no hilvanó la obra que la ocasión exigía. Algo parecido le sucedió ante el cuarto, que desarrolló genio y escasa colaboración, al que muleteó sin apreturas ni hondura. Quizá, pecó de soberbia torera… Quizás…

Fandiño se reencontró con un animal de repetidora embestida y se esforzó por superar fantasmas del pasado. Pero tampoco fue capaz de expresar un argumento, y su quehacer careció de rotundidad. Él lo sabía, y, prueba de ello, es que se hincó de rodillas para trazar unas alborotadas manoletinas y, entonces, sí, el público festivo de esta plaza vibró. El quinto no valió nada.

Y Talavante, con un corte de pelo de soldado raso, se llevó la peor parte. Perdió la coleta —el añadido postizo— porque no había cabello donde agarrarla, y se estrelló con un lote infumable. Muy descastado y sin recorrido su primero, y afligido hasta la extenuación el guapo sexto, que venía para modelo de pasarela; del encierro matinal lo tenían que haber lucido en un museo.

Toros de Victoriano del Río, muy bien presentados, mansos, blandos, desfondados, sosos y nobles; destacaron primero y segundo.

Sebastián Castella: estocada caída (oreja); metisaca, pinchazo _aviso_ y un descabello (silencio).

Iván Fandiño: estocada contraria _aviso_ (oreja); estocada que asoma y cuatro descabellos (silencio).

Alejandro Talavante: pinchazo, estocada y tres descabellos (silencio); pinchazo (silencio).

Plaza de Pamplona. 9 de julio. Tercera corrida de la feria de San Fermín. Lleno.

cultura.elpais.com

 

«Autoridad de Castella, entrega de Fandiño»

Jueves, 9 de julio de 2015. Pamplona. 5ª de San Fermín. Lleno. Templado, soleado, bueno. Dos horas y cuarto de función. Seis toros de Victoriano del Río.  El cuarto, con el hierro de Toros de Cortés. Sebastián Castella, oreja tras un aviso y silencio tras un aviso. Iván Fandiño, oreja tras un aviso y silencio. Alejandro Talavante, silencio en los dos.

LOS DOS TOROS más ligeros de la corrida de Victoriano del Río fueron los mejores. Los dos primeros. Ligeros: las básculas le dieron al segundo 515 kilos, y cuarenta más al que partió plaza. El peso no contó. Por las armas se retrataron uno y otro. Vuelto y cornipaso, el primero, chorreado en verdugo, era un poema. Exageradamente abierto de cuerna el segundo, muy afilado. Tan larga la cuerda de pitón a pitón que costaba imaginar cómo iba a caber en el engaño.

Todo lo que tuvieron de ofensivos lo tuvieron de nobles. El segundo hizo hasta el surco, que no es planear pero casi. Para probar que un toro planea es imprescindible dejarlo venir de largo, que en este caso era tentar al demonio. En distancia corta, sin embargo, descolgó con son el toro, que se durmió en el peto del caballo sin siquiera sangrar.

La carrera del encierro se cobró factura por la tarde. Con ese toro y con todos los demás. Todos salvo el primero, que atacó de salida algo descompuesto, se empleó en el caballo más y mejor que cualquiera de los otros, y empujó, quiso y se estuvo. Al segundo lo aplaudieron con fuerza en el arrastre. No tanto al primero, que hizo méritos parecidos.

El grifo de toros de Victoriano del Río se cerró a partir de entonces. Un tercero atacado de carnes, embastecido, de palas grises, abanto, rebrincado y protestón, la cara alta, desganadísimo; un cuarto, del hierro de Toros de Cortés, hondo de verdad, que atacó con brío poderoso pero duró entero poco más de una docena de viajes.

Y dos toros más, quinto y sexto, sencillamente monumentales, 600 kilos cada, largos, armados hasta los dientes, de estampa inconmensurable -¡quién dijo trapío…!- pero afligidos a las primeras de  cambio. El sexto, por arrastrar cuartos traseros, cojo o acalambrado, recostado contra las tablas, sin apoyo en los remos, roto; el quinto, balcón despampanante –abierto de cuerna y entre engatillado y remangado-, solo vino entero al caballo en el primer viaje y después de banderillas buscó claramente acularse en tablas.

No llegó a hacerlo del todo, pero casi, que es en un toro la señal inequívoca de la aflicción. La aflicción es renuncia y mansedumbre. Como el boxeador que baja los brazos. Los dos toros monumentales fueron, en razón de su cuajo y su armadura, las dos grandes decepciones de una corrida tan esperada como esta. Hasta volando en el encierro imponían respeto.

El azar del sorteo. Para Castella fue el toro de más claro manejo, el chorreadito primero, y lo trató con firmeza y seguridad soberbias. La fórmula patentada propia: apertura de largo en los medios con una gavilla mixta de cambiados por alto y por la espalda, dos del desdén y el de pecho, y una airosa salida, sinuosa, dominadora. Muletazos enroscados y templados en tandas por la derecha. Cuando el toro echó los bofes, trenzas en la distancia cero, donde suele sentirse tan cómodo el torero de Béziers. Juegos de manos, un bello desplante, un aviso antes de entrar a matar -¡ay, dolor!- y una oreja bien cortada.

Para Fandiño el toro tan ancho de cuna, el segundo, de tanta calidad por la mano de mejor navegar, que fue la diestra. Fandiño abrió con un surtido de cambiados por la espalda en tablas y, fuera de ellas, se sujetó en tres tandas rehiladas, muy montada la muleta, sin apenas vuelo por eso, sacadas limpiamente. No era fácil. Costó más trabajar con la zurda –hubo que perder pasos, más de un enganchón-, pero, cuando se desinflaba la cosa, el torero de Orduña recurrió a una ración de pases de rodillas –cuatro- y el desplante desafiante, y consintió feliz la gente con el recurso. Una estocada trasera.

A ese toro de Fandiño le hizo Talavante un hermoso quite por verónicas –tres- y larga muy bien tirada. Toda la tarde estuvo Talavante suave y seguro con el capote, despacioso, brillante a pies juntos, muy firme. Tuvo incluso corazón para bajarle de salida al temible sexto las manos como si tal cosa. Pero eso fue todo. Antes que aburrir a la gente con un trasteo machacón, abrevió con el tercero. El sexto, por inválido, solo pidió acabar.

Fandiño se entretuvo mucho con el quinto. No había nada que rascar, pero… ¿y si caída una oreja? No cayó. El toro se había rajado antes de afligirse. Castella anduvo entregado con el cuarto –lances poderosos, no virtuosos-, dibujó templados muletazos genuflexos en la apertura de faena, reclamó la atención de las peñas, se estiró en una tanda en distancia con la derecha muy lograda, rizó el rizo en un circular de vuelta y media. Cuando ya se relamía Sebastián –asunto gobernado, gente atenta a la pantalla-, el toro empezó a soltarse y distraerse. Y la cosa se desvaneció y pasó de tiempo.

Postdata para los íntimos.- La plaza de la Cruz y su sombra dulce, La Fogoneta en la calle Bergamín junto a Gorriti con sus menús históricos en cuadros de marco viejo, los músicos, una pelea, la policía pone paz, las chisteras de los presidentes, el cava con el vino de Ausejo, los helados de nata. La prisa, la brisa, las copas de los plátanos que asoman por encima de los tejadillos de andanada. Los uniformes. Las tejas fresa de poliuretano. Las pastas de Ituren. Las pochas del Aguirre en Oricáin, el sorbete de frutas de pasión. El cielo puede esperar.

 Barquerito en: torosdos.com

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