El Palmero

– Reproducimos el artículo de Joan Colomer Camarasa publicado en la web Vadebraus.

Una de las figuras más emblemáticas de la tauromaquia moderna (entiéndase tauromaquia moderna como aquella que se ensaya precavidamente delante de una res aborregada, inválida y capitidisminuida) es, sin duda alguna, la del «palmero».

El personaje del «palmero» está muy presente en nuestros tauródromos cuando se acartelan a las figuras, figuritas y figurones. Acostumbran a ser más inocentes que una bebida carbónica, vulgo gaseosa, y su especialidad es la de convertir la corrida de toros en una fiesta regocijante y festiva en la que impera el aplauso fácil y el triunfalismo. Si se les cultiva su obsesión condescendiente y sin el menor atisbo de exigencia, suelen ser de una exquisita amabilidad pero, si se les lleva la contraria, se ponen tan peligrosos como algunas de las «alimañas» de Victorino. Son una especie prolífica que se reproduce por imitación o por contagio. Las temibles plagas de Egipto comparadas con el desarrollo de los «palmeros» son una auténtica nimiedad.

El «palmero» considera el destoreo de las figuras como una religión a la que rinde fiel y fervorosamente un culto. Un culto que es casi más un peloteo que otra cosa. Un peloteo a las nuevas formas de la tauromaquia que arrinconan la figura del toro y se centran en la labor pegapasista de la figura de turno. El curso constante de irresponsabilidades implantado por el sistema taurino encuentra siempre el beneplácito del «palmero» que, con su ignorancia festiva, contribuye a enturbiar muchísimo más, si cabe, el lamentable panorama taurino. El «palmero» disfruta y goza con esas interminables faenas de muletas compuestas con sesenta o ochenta pases y que exigen, por ende, ese tipo de torete depurado y hermoseado que ha visto modificado sus instintos de fiereza y bravura. Al «palmero» no le acaba de gustar la suerte de varas y llega al éxtasis si, al final de la faena de los cien pases, puede pedir el indulto del pobre mansito desnortado que ha salido rebrincado del caballo y ha perdido las manos diez o quince veces durante la faena de muleta. Con la cándida figura del «palmero», las figuras se encuentran cómodas en la plaza y se atreven a entonar el «baja tú» al pobre aficionado que tiene la osadía de censurar los desmanes y abusos de la lidia.

Al «palmero» no se le puede considerar aficionado a la Fiesta. No puede serlo. Asiste ocasionalmente a la plaza (cuando torean las figuras). Con su «gin tonic» y pelo engominado, no conoce otro encaste que el mismo que torean sus ídolos. ¡Y así se han cargado el tinglado!

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