Todos los días de feria, de la feria de mi pueblo, de San Isidro, y desde hace unos años, me siento frente al teclado e intento contar lo que he visto, siempre desde mi punto de vista personal, de tal manera que logre que se me entienda y ya no digo dar luz a lo que sucede en la Plaza de Madrid, con no provocar confusión ya me doy con un cantito en los dientes. Pongo mis ojos en el toro, en el transcurso de la lidia, en sus evoluciones y en la forma de llevarla a cabo por parte de los responsables de ello, aparte de otros aditamentos que adornan una tarde de toros. Pero al ponerme en estos momentos a cumplir con esa tarea que me propongo cada día me he dado cuenta de una cosa: lo de los Ventorrillos. Padilla, El Cid y Talavante, no sé cómo contarlo, no me siento capaz; me resulta tan ajeno a mí, a mi idea de los Toros, que es como si me pusiera a narrar un campeonato de Sumo en Japón. No sé ni por donde empezar. ¿Cómo voy a contarles algo que nada tiene que ver conmigo?
¿Cómo se habla de un encierro como el que ha salido con el hierro de El Ventorrillo? Resulta muy difícil o quizá debería decir muy fácil. Seis animalejos con aspecto de híbrido entre buey, mulo, mona astada y mojicón con cuernos. Que salen al ruedo y se dedican a vagar por él ante la mirada cretina de unos señores vestidos con calzas rosas. A todos se les sacude unas telas rosas delante del hocico. Luego, si quieren, van a chocarse contra un caballo con maxifalda, montados por un señor que simula que les pica con un palo, que supongo que llevará un pincho en la punta, pues algo les hace sangrar. Estos entes, que vamos a llamar toros, por aquello de facilitar el entendimiento, se dejan hacer sin tan siquiera protestar el que se les apoye levemente un palo en la chepa. Cumplido el trámite, otros señores enfundados en unos bonitos y artísticos vestidos de colores les intentan clavar unos palos en el mismo sitio en el que le picaron. Algo que debe ser una labor casi imposible de cumplir, porque cada uno deja los palos allá donde mejor le vaya y hasta lo llegan a hacer de uno en uno. Y luego, cuando ya ha pasado todo esto, que tampoco es que sea objeto de mucha atención por parte de los espectadores de este show, uno de los señores sale con un trapo rojo y el animalito va y viene como el perrito de mi vecino cuando juega con este en el parque. Un ir y venir insulso, monótono y aburrido, en el que el toro parece ser un elemento secundario.
Ya ven, este espacio es el que se supondría que debería haber dedicado a los toros, pero, ¿qué puedo hacer yo si no hay toros? Pues eso, contarles de la mejor manera lo que he visto. Pero también hay que contar con lo que se supone que son los toreros. Bueno, pues allá vamos. El primero que se anunciaba era Juan José Padilla, un torero ya hecho y veterano, que en un tiempo mataba corridas duras y que tras un lamentable accidente dejó de hacerlo. Por momentos parece derrochar entusiasmo, no sé si real o de cara a provocar este mismo estado en el público. Mal con el capote, mal en la lidia, sin tan siquiera preocuparse de poner medianamente regular el toro al caballo. A veces hasta interviene en quites, aunque si es para dar esa especie de chicuelinas apartándose descaradamente, pues ya me dirán. Luego tiene por costumbre de coger los palos y poner banderillas. Pues bien, la cosa se resume en que siempre lo hace por el lado derecho, que lo más en la cara del toro que parea es casi sobre un pitón y que cierra el tercio con un par al violín, allá donde caiga, en este caso lo de clavar en la cara ya es un absurdo. Eso sí, siempre contando con la colaboración del peón que le tiene que colocar el toro en un lugar muy preciso, olvidando aquello que se decía de que el buen banderillero encuentra toro en cualquier sitio. Lo de la muleta y este hombre es un amor imposible. Ya puede ser con un inicio de rodillas, que a base de derechazos, naturales o mantazos variados, siempre trabaja sobre el pico, no para quieto un momento y ni por error remata un pase, no manda, no domina, en definitiva, no torea. Y esto lo pueden aplicar al primer toro, al cuarto o al sobrero que hubiera pedido. Con la espada la cosa es matar, ¿cómo? Matando, pues ya dice un veterano matador con cátedra televisiva, que cada uno tiene su estilo y que no hay por qué matar por derecho y arriba. Es más, Padilla ha pasaportado a su primero con un metisaca en los blandos que podrían haber llevado a penar eternamente en el Purgatorio, pero como ese es su estilo, no hay nada que discutir.
Luego venía el Cid, sí hombre, ¿se acuerdan de un torero que toreaba como los ángeles, que manejaba la mano izquierda con primor y que muchas veces se le fue el triunfo por no acertar con la espada? Pues este debe ser su vecino, porque en nada se parece a aquel. Deambula por el ruedo como un alma en pena, desacertado con el capote, como ausente, totalmente desorientado con la muleta y dando permanentemente la sensación de querer hacer un esfuerzo sobrehumano para volver a demostrar el torero que fue, pero sin conseguirlo. Cada serie es una nueva desilusión y una evidencia más de que El Cid ya no está en esto. Ahora mismo podría decir mucho, y no bueno, sobre su actuación, pero solo me sale una cosa y es: “qué buen torero era El Cid, pero ya no lo es”.
Cerraba el cartel Alejandro Talavante, que hasta le han dado una oreja ¡Qué triunfo! Ahora mismo no sé si el extremeño continúa en ese proceso de reconversión taurina del truco a la verdad o si ya ha dado por concluido el trayecto. Será por tener metido en la cabeza eso de ser artista, pero a veces se olvida de que se torea con el capote de brega y brega es algo así como trabajar y pelear. Vale que reciba un toro a pies juntos, pero en ese caso hay que jugar los brazos de una forma increíble para conseguir al menos fijar al toro. Otra cosa es que este no sea uno de sus objetivos. En su primero pudo llegar a los doscientos capotazos sin sentido, incapaz de conducir al animal, negado para ponerlo en suerte correctamente, concluyendo en que era más fácil mover al caballo, que colocar al toro. Dirán ustedes, ¿y por qué no hizo todo eso el peón al que le tocaba bregar? Bueno, algo intentó Valentín Luján, pero los resultados debieron desesperar hasta a su matador. Y con la muleta, principió dando distancia al toro, primero en el cite y luego al pasarlo ante él. La primera distancia se reducía a medida que el toro se aproximaba al embroque y la segunda se ampliaba hasta tal punto que se llegó a pensar en trazar las vías del AVE entre el toro y el matador. Siempre llevándolo con el pico por la carretera de circunvalación y cuando se permitía el traérselo hacia adentro, era cuando la cabeza ya había pasado. Tres cuartos de lo mismo con la mano derecha, naturales citando de frente y tras una entera en el rincón, la oreja ¡Faltaría más! Y hubo quién se quedó con ganas de la segunda. En el último, el toro del fútbol, tras ver como el toro se estrelló contra las tablas apretando a un subalterno, no dudó en pararle esos bríos en el caballo y de verdad que así fue. Es lo que tiene un puyazo trasero y con saña, que quita la tontería de repente. El toro quedó muy parado y tras unos trapazos o conatos de trapazos, una entera soltando la tela y todos al fútbol, que ya que no iba a haber salida a cuestas, por lo menos que se llegara a ver el partido. Unos salieron muy contentos, otros no tanto, pero lo que sí les puedo asegurar es que yo no salí teniendo la sensación de haber estado en los toros, era como si hubiera presenciado una cosa rara y desconocida para mí. Que no digo que no sea esto la gran maravilla de este siglo, es más, la gran maravilla de todos los siglos y hasta puede que esta sea la verdadera Fiesta de los Toros. Pero entonces no tengo mucho más que decir, si “esta es vuestra Fiesta, pues quedaos con ella”.
(Fuente: Enrique Martín en su blog: torosgradaseis.blogspot.com.es) (Foto: datoros.com)