La tarde -y la feria- estaba ya prácticamente sentenciada cuando Rafael Rubio “Rafaelillo”, ese pequeño gran murciano, se echó al suelo, rodillas en tierra, para comenzar a torear de muleta a su segundo. Poco antes había brindado ese cuarto toro al público desde el centro del ruedo de Las Ventas. Sorprendió el gesto pues pocos atisbaban posibilidades de triunfo o lucimiento en el toro de Miura. Pero “Rafaelillo”, que parece no ser un conformista como muchos de sus compañeros, decidió que había que apostar. Y así, como el que no quiere la cosa, se puso a torear. Bueno, primero lidió, y luego toreó. Precisamente lo que necesitan este tipo de toros.
El de Miura, noble, blandito y de escasa transmisión, hasta entonces había seguido la línea de sus hermanos, pero no tuvo más remedio que embestir. Y eso ocurrió porque el torero que tuvo delante hizo precisamente lo que debía hacer. “Rafaelillo”, otras veces acelerado y ventajista, se colocó en el sitio, le dio el pecho al toro y empezó a tirar de él con hondura y templanza. Y, claro, se metió a la gente y al toro en el bolsillo. Aunque podía haberse conformado con taparse, andar por la cara sin compromiso, y seguir el camino que había emprendido la tarde, el murciano decidió que era el momento de reivindicarse. Y lo hizo, vaya que si lo hizo. De sus muñecas -esas mismas que tarde tras tarde se tienen que enfrentar a los toros más grandes y duros- surgieron varias series de excelente trazo por ambas manos. Primero con la diestra, adelantando la pierna y fajándose con el toro; y luego, con la zurda, encajado y vertical, tirando del toro hasta su jurisdicción. Por momentos, incluso, se transfiguró en torero artista y se puso a torear a pies juntos, de frente, con gusto.
A esas alturas los tendidos habían explotado. Tras una feria tan triunfalista como mediocre, en la que pocos toreros se la han jugado con verdad, ahí, en la última de San Isidro, estaba un torero entregado toreando como los ángeles a un Miura. ¿Era de oreja?, ¿Tal vez de dos? Nunca lo sabremos pues la espada no entró y “Rafaelillo” se quedó sin premio. Pero más allá de los apéndices -los despojos-, “Rafaelillo” consiguió algo mucho más importante y difícil: emocionar. La clamorosa vuelta al ruedo que dio entre lágrimas de resignación da fe de ello.
Su gesto, su actitud, fue la contraria que la mostrada por Javier Castaño y Serafín Marín. El primero dio pases rematando los mismos siempre por arriba; mientras Serafín no se puso nunca en el sitio y alargó sus trasteos hasta el aburrimiento. Además, al catalán le tocó el mejor toro de la floja y descastada corrida de Miura. Fue el sexto, un manso que sin embargo se movió y valió en la muleta. Ellos dos, Castaño y Marín, no dieron el paso y se conformaron con matar a sus enemigos y marcharse como si nada al hotel. Lo contrario que el gran e inconformista “Rafaelillo” que rozó la gloria con los dedos en el cierre de la Feria de San Isidro.
(Fuente: Alejandro Martínez en porelpitonderecho.com Foto: desolysombra.com)