Cuando en el mundo español de la restauración se habla de Lucio, todo el mundo enseguida piensa en los huevos rotos de su casa madrileña.
Pero, todo el mundo no. Porque fuimos legión, no solo en esta tierra navarra, los que al hablar de ese nombre preguntábamos, comentábamos, o nos referíamos al Lucio de Pamplona, el del Hawai.
El de vinos, finos y tapas que rezaba en el cristal de la puerta que daba acceso a su templo privado, donde su esposa Milagros hacía honor a su nombre, y a diario cocinaba como pocos chefs en aquel pequeño cubículo, mientras Lucio atendía la taberna con un estilo y profesionalidad único e inolvidable.
Este Lucio, nuestro Lucio de Pamplona nació en 1946 en Los Cerralbos, provincia de Toledo, una mañana de año nuevo. Y de joven tuvo que buscarse las habichuelas, como se hacía en la España rural en familias numerosas, donde los hábitos o el tricornio era lo normal por aquellos años 50 y principios de los sesenta.
La industrialización incipiente de algunas zonas lo llevó a la zona de Alsasua, donde, trabajando en el restaurante Iturrimurri de Ciordia conoció, en igual situación laboral, a la que ha sido la mujer de su vida.
Derroteros de su vida les llevaron a la calle Navarro Villoslada, donde junto a esa famosa plaza de la cruz pamplonesa montaron su vida en el bar Hawai, y donde Lucio dio rienda suelta a su pasión taurina, creando un verdadero templo a su afición, y por donde cualquier taurino, profesional o aficionado, que se precie pasaba a charlar de toros cualquier día del año.
Y si sería su pasión, que Lucio ha sido un grandísimo enamorado de los Sanfermines, llegando hasta el exceso de cerrar su negocio hostelero en las fechas en que el resto hacía caja, y él salía a gastarla.
No han sido pocos los aficionados que se llegaban hasta el Club preguntando por su templo, inauditamente cerrado para quien no lo conociera. Es hora del aperitivo, le decía alguno. Seguro que estará por el museo de Marcelo en la Estafeta. No, no. Si no lo conocemos, es que nos han dicho que era un lugar típico taurino.
Porque quien le conocía seguro que allí estaría junto a él. Porque Lucio tuvo muchos amigos. Pero amigos de esos, de esos de los que se cuentan en una mano, su Marcelo estaría en los primeros dedos y al que adoraba, y por el que gracias a él su torero principal de mesilla siempre fue Emilio Muñoz, el trianero de la zurda prodigiosa.
Toda la cuadrilla de Los Dobladores, con Juan Ignacio a la cabeza, Juanito, hijo de Juanito, y por el que Lucio sentía debilidad. Y muchos otros que todos sabéis, y cuya lista es larga. Leía, guardaba recortes, coleccionaba entradas de toros, suyas y últimamente de cualquiera, viajaba por todos los lugares.
Adicto a la montaña, al camino De Santiago, sobre todo el camino de la ruta de la Plata, incluso se le había ocurrido la idea de pillar un burro y salir al roció desde Pamplona con meses por delante. Esa fue la última peregrina idea que se le ocurrió proponerme, porque antes ya habíamos terminado con toda una colección de escritos de Alfonso Navalón, por quien también tenía pasión.
Y por Curro. Y por Paula. Y por todo aquel que la urdiera bien con la pañosa. Y de todas sus escapadas taurinas, había una que cada año le renovaba la fe en esto de los toros. Había que ir a ver a los erales de Adolfo Rodríguez Montesinos a Zestoa, donde era una persona reconocida y querida.
Se nos ha ido Lucio, socio también de este Club, enamorado de la Casa de Misericordia y de su Feria del Toro, amigo de muchos, y fiel, siempre fiel. Hace tiempo que las cosas ya no son como antes, pero, desde tu muerte, me queda claro que ya no lo volverán a ser. Ha sido un placer señor Lucio. Espéreme con un palo cortado allá donde esté, que aún tenemos mucho de qué hablar. Y a uno le queda mucho que aprender de su saber y su ser.